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DISCURSO A LOS PARTICIPANTES
DEL ENCUENTRO INTERNACIONAL
DE LOS INSTITUTOS SECULARES

S. S. PABLO VI, 26 DE SEPTIEMBRE DE 1970

    El Papa Pablo VI, al dirigirse el 26 de septiembre de 1970 a los participantes del Congreso mundial, manifiesta por primera vez su pensamiento sobre los Institutos Seculares.

    En este discurso, se centra «discreta y sobriamente en el aspecto psicológico y espiritual de nuestra peculiar entrega al seguimiento de Cristo».

    Para ello, hace un denso y magnífico análisis sobre la dimensión psicológica, moral y religiosa de la conciencia humana. A esa conciencia se dirige Dios, iluminándola con su gracia, y surge entonces la vocación. Una primera decisión -la capital y cualificadora de toda la vida- cuando «la consagración bautismal de la gracia se hace consciente y se expresa en consagración moral, querida y ampliada a los consejos evangélicos». Y una segunda decisión -la más novedosa y original- cuando se escoge la manera de vivir la consagración: «Continuamos como seculares, es decir, en la forma común a todos, en la vida temporal». A ello se sumará la especificación de un modo concreto dentro del pluralismo de expresiones de los Institutos.

    Pablo VI pondrá énfasis en la eclesialidad de esta vocación. La existencia de estos Institutos «es un fenómeno característico y consolador de la Iglesia contemporánea». De allí que «la Iglesia os sigue, os sostiene, os considera suyos, como hijos de elección, como miembros activos y conscientes, firmemente adheridos y también muy entrenados para el apostolado, dispuestos al testimonio silencioso...».

    Entre las implicaciones espirituales que posee la vivencia plena de esta vocación, Pablo VI recalcará que exige «estar en estado de alerta y de iniciativa personal», encontrando en la consagración «un sostén, un amor, una dicha», y en la secularidad un impulso permanente al servicio: «estáis en el mundo, pero no sois del mundo, sino para el mundo».

    En suma: una excelente reflexión teológico-espiritual sobre la vocación peculiar de la secularidad consagrada.

    Si Pío XII es el Pontífice de la aprobación y del ordenamiento jurídico de los Institutos Seculares, Pablo VI es el Pontífice de su teología y su espiritualidad. Respondiendo a distintas necesidades y etapas en la evolución, ambos contribuyeron poderosamente -con aportaciones diversas y a la vez comunes- a que los Institutos Seculares se desarrollen según el querer de Dios.

Contenido del documento

    Amados hijos e hijas en el Señor:

    Acogemos vuestra visita con especial interés pensando en el título que os distingue en la Iglesia de Dios, sin que el mundo perciba los signos externos, título de representantes de los Institutos Seculares reunidos en el Congreso. Percibo las intenciones inspiradoras de esta visita: os presentáis a nosotros con doble motivo: uno, de confianza que se patentiza manifestando vuestro ser de personas consagradas a Cristo en la secularidad de vuestra vida; y otro, de ofrecimiento que se declara fiel y generoso a la Iglesia, interpretando sus finalidades primarias: la de celebrar la unión misteriosa y sobrenatural de los hombres con Dios, Padre celestial, instaurada por Cristo, Maestro y Salvador, mediante la efusión del Espíritu Santo; y la otra finalidad de instaurar la unión entre los hombres sirviéndose de todas las maneras, en orden al bienestar natural y a un fin superior, la salvación eterna.

    ¡Cuánto nos interesa y nos conmueve este encuentro! Nos hace pensar en los prodigios de la gracia, en las riquezas escondidas del Reino de Dios, en los recursos incalculables de virtud y de santidad, de que dispone todavía hoy la Iglesia, inmersa, como sabemos, en una humanidad profana -a veces profanadora-, orgullosa de sus conquistas temporales y no menos esquiva cuanto necesitada de encontrarse con Cristo; la Iglesia, decimos, regada por tantas corrientes, no todas positivas para su incremento en esa unidad y verdad de las que Cristo desea que sus hijos estén siempre ávidos y celosos; la Iglesia, ese secular olivo de tronco histórico, torturado y retorcido que podría parecer más una imagen de vejez y sufrimiento que de vitalidad primaveral; la Iglesia de este tiempo, capaz de reverdecer vigorosa y fresca con nuevas frondas y promesas de frutos insospechados, y abundantes, como lo demostráis en vuestras vidas. Vosotros representáis un fenómeno característico y consolador en la Iglesia contemporánea; y por ello os saludamos y os alentamos. Nos sería fácil y agradable hacer la descripción de vosotros mismos, tal como os ve la Iglesia en estos últimos años, vuestra realidad teológica, según la línea del Concilio Vaticano II (Lumen Gentium, 44 y Perfectae Caritatis); es decir, la enumeración canónica de las formas institucionales que vienen asumiendo esos organismos de cristianos consagrados al Señor y, al mismo tiempo, seculares, la identificación del puesto y de la función que van tomando en la urdimbre del Pueblo de Dios, los caracteres distintivos que los cualifican, las dimensiones y las formas con que se afirman. Todo esto vosotros lo conocéis muy bien.

    Estamos informado de los cuidados con que os atiende el Dicasterio de la Curia romana, encargado de guiaros y asistiros; y conocemos sobradamente la relación de los temas tratados con mucha profundidad durante vuestro Congreso; no vamos a repetir lo que se ha expuesto ya con tanta competencia. Más que delinear otra vez ese cuadro canónico -si hemos de deciros una palabra en esta circunstancia-, preferimos fijarnos discreta y sobriamente en el aspecto psicológico y espiritual de vuestra peculiar entrega al seguimiento de Cristo.

    Por un instante, pongamos la mirada en el origen de este fenómeno, en el origen interior, en el origen personal y espiritual, en vuestra vocación, que si presenta muchos caracteres comunes a otras vocaciones que florecen en la Iglesia de Dios, hay algunos propios que la distinguen y merecen una consideración específica.

    Queremos señalar, ante todo, la importancia de los actos reflejos en la vida del hombre; actos reflejos muy estimados en la vida cristiana y muy interesantes, especialmente en ciertos periodos de la edad juvenil, porque son determinantes. A estos actos reflejos llamamos conciencia; y sabe bien cada uno qué significa y qué es la conciencia.

    De la conciencia se habla mucho hoy, comenzando por el continuo recabar a su lejano alborear socrático; y luego, a su despertar debido principalmente al cristianismo, bajo cuyo influjo -como diría un historiador- "el fondo del alma ha sido cambiado".

    Llamamos aquí la atención sobre aquel momento especial conocido de todos vosotros, en que la conciencia psicológica, es decir, la percepción interior que el hombre tiene de sí mismo, se convierte en conciencia moral (cfr. S. Tomás, I, 73; 13), en el acto en que la conciencia psicológica advierte la exigencia de obrar según una ley, pronunciada dentro del hombre, escrita en su corazón, pero que obliga, fuera, en la vida real, con responsabilidad trascendente y, en la cumbre, queda relacionada con Dios; por lo cual se hace conciencia religiosa. De ella habla el Concilio: "En lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer y, cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, advirtiéndole que debe amar y practicar el bien y que debe evitar el mal; haz esto, evita aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita en el corazón por Dios, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente. La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios" (Gaudium et Spes, 16). (Aquí el Concilio hace referencia a un maravilloso discurso del Papa Pío XII, del 23 de marzo de 1952).

    En esta primera fase del acto reflejo que llamamos conciencia, surge en el hombre el sentido de responsabilidad y de personalidad, al darse cuenta de los principios existenciales y de su desarrollo lógico. Este desarrollo lógico en el cristiano, que evoca el mismo carácter bautismal, engendra los conceptos fundamentales de la teología sobre el hombre, que sabe y se siente hijo de Dios, miembro de Cristo, incorporado a la Iglesia, revestido de aquel sacerdocio común de los fieles, cuya fecunda doctrina ha recordado el Concilio (cfr. Lumen Gentium, 10-11), del cual nace el compromiso de todo cristiano a la santidad (cfr. ib., 39-40), a la plenitud de la vida cristiana, a la perfección de la caridad.

    Esta conciencia, este compromiso, en un momento dado, no sin un rayo fulgurante de la gracia, se ilumina interiormente y se hace vocación. Vocación a una respuesta total. Vocación a una verdadera y completa profesión de los consejos evangélicos para unos, vocación sacerdotal para otros. Vocación a la perfección para todo aquel que percibe el hechizo interior. Vocación a una consagración, mediante la cual el alma se da a Dios, en un acto supremo de voluntad y a la vez de abandono, de entrega de sí mismo. La conciencia se erige en altar de inmolación: "Sea tu altar mi conciencia", reza san Agustín (En in Ps. 49; PL 36, 578); es como el "fiat" de la Virgen en la anunciación del ángel.

    Estamos aún en la zona de los actos reflejos, esta zona que llamamos vida interior, que desde este momento desemboca en diálogo; el Señor está presente: "sedes est (Dei) conscientia priorum", dice también san Agustín (En in Ps. 45; PL 35, 520). La conversación se dirige al Señor, pero en busca de determinaciones prácticas; cómo san Pablo en el camino de Damasco: "Señor, ¿qué quieres que haga?" (Hch. 9, 5). Ahora la consagración bautismal de la gracia se hace consciente y se expresa en consagración moral, querida y ampliada a los consejos evangélicos, dirigida a la perfección cristiana; y ésta es la decisión en primera, la capital, la que cualificará toda la vida.

    ¿Y la segunda? Aquí está la novedad, aquí está vuestra originalidad. ¿Cuál será la práctica la segunda decisión? ¿Cuál la elección del modo de vivir esa consagración? ¿Abandonaremos o podremos conservar nuestra forma secular de vida? Esta es vuestra pregunta; la Iglesia ya ha respondido; sois libres para elegir; podéis continuar siendo seculares. Guiados por motivos múltiples que habéis ponderado seriamente, habéis escogido y habéis decidido: continuamos como seculares, es decir, en la forma común a todos, en la vida temporal; y, con una sucesiva elección en el ámbito del pluralismo consentido a los Institutos Seculares, cada uno se ha determinado según sus preferencias. Vuestros Institutos se llaman por ello seculares, para distinguirse de los religiosos.

    Y no se ha dicho que vuestra elección, en relación con el fin de la perfección cristiana que también buscáis, sea fácil, porque no os aleja del mundo, de la profanidad de la vida, maravillosa paradoja de la caridad: dar, dar a los otros, dar al prójimo, para poseer en Cristo.

    Otra cosa que no hay que olvidar; estáis en el mundo, pero no sois del mundo, sino para el mundo. El Señor nos ha enseñado a descubrir debajo de esta fórmula que parece un juego de palabras, la misión suya y nuestra de salvación. Recordad que vosotros, precisamente por pertenecer a Institutos Seculares, tenéis que cumplir una misión de salvación entre los hombres de nuestro tiempo; hoy el mundo tiene necesidad de vosotros que vivís en el mundo, para abrir al mundo los senderos de la salvación cristiana.

    Y ahora os hablaremos de un tercer tema: de la Iglesia.

    También ella viene a formar parte de aquella reflexión a que hemos aludido: se convierte en el tema de una meditación continua, que podemos llamar el "sensus Ecclesiae", presente en vosotros como una atmósfera interior. Ciertamente vosotros habéis gustado la embriaguez de este aliento, su inagotable inspiración, en la que los motivos de la teología y de la espiritualidad, especialmente después del Concilio, infunden un soplo tonificante. Que tengáis siempre presente algunos de  estos motivos: pertenecéis a la Iglesia con un título especial, vuestro título de consagrados seculares; pues bien, sabed que la Iglesia tiene confianza en vosotros. La Iglesia os sigue, os sostiene, os considera suyos, como hijos de elección, como miembros activos y conscientes, firmemente adheridos y también muy entrenados para el apostolado, dispuestos al testimonio silencioso, en que los valores que más cuentan son los temporales, y en que tan a menudo las normas morales están expuestas a continuas y formidables tentaciones. Por lo tanto, vuestra disciplina moral habrá de estar siempre en estado de alerta y de iniciativa personal y habrá de conseguir en cada momento la rectitud de vuestro obrar en el sentido de vuestra consagración: el "abstine et sustine" de los moralistas jugará un constante papel en vuestra espiritualidad. He aquí un nuevo y habitual reflejo, un estado de interioridad personal, que acompaña el desarrollo de la vida interior.

    Y tendréis así un campo propio e inmenso en que dar cumplimiento a vuestra tarea doble: vuestra santificación personal, vuestra alma, y aquella "consecratio mundi", cuyo delicado compromiso, delicado y atrayente, conocéis; es decir, el campo del mundo; del mundo humano, tal como es, con su inquieta y seductora actualidad, con sus virtudes y sus pasiones, con sus posibilidades para el bien y con su gravitación hacia el mal, con sus magníficas realizaciones modernas y con sus secretas deficiencias e inevitables sufrimientos: el mundo. Camináis por el borde de un plano inclinado que intenta el paso a la facilidad del descenso que estimula la fatiga de la subida.

    Es un camino difícil, de alpinista del espíritu. Mas en este vuestro atrevido programa, recordad tres cosas: vuestra consagración no será sólo un compromiso, será una ayuda, un sostén, un amor, una dicha, a donde podéis recurrir siempre; una plenitud que compensará toda renuncia y que os dispondrá para aquélla al servicio y al mismo sacrificio si fuere necesario.

    Sois laicos que convertís la propia profesión cristiana en una energía constructiva dispuesta a sostener la misión y las estructuras de la Iglesia, las diócesis, las parroquias, de modo especial las instituciones católicas y alentar la espiritualidad y la caridad.

    Sois laicos que por experiencia directa podéis conocer mejor las necesidades de la Iglesia terrena y quizá estáis también en condiciones de descubrir sus defectos; vosotros no os dedicáis a críticas corrosivas y ruines de esos defectos; ni los presentáis como pretexto para alejaros o estar apartados con posturas de egoísmo y desdén; esos defectos os sirven de estímulo para una ayuda más humilde y filial para un amor más acendrado.

    Vosotros, Institutos Seculares de la Iglesia de hoy, llevad nuestro saludo alentador a vuestros hermanos y hermanas; recibid nuestra bendición apostólica.
 

Roma, 26 de septiembre de 1970.
 

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