Principal > Magisterio > Juan Pablo II - 1984
 
 

AL III CONGRESO MUNDIAL
DE INSTITUTOS SECULARES

S. S. JUAN PABLO II, 28 DE AGOSTO DE 1984

    El 28 de agosto de 1984, Su Santidad Juan Pablo II recibió en audiencia en Castelgandolfo a los 350 participantes en el III Congreso internacional de los Institutos Seculares que se desarrollaba en Roma en esos días. Presentamos el texto del discurso que el Santo Padre dirigió a los congresistas en idioma italiano.

Contenido del documento

    Me siento verdaderamente feliz al recibiros una vez más, con ocasión del Congreso mundial de los Institutos Seculares, convocado para tratar el tema: "Objetivos y contenidos de la formación de los miembros de los Institutos Seculares".

    Es el segundo encuentro que tengo con vosotros, y en los 4 años que han transcurrido desde el anterior, no han faltado ocasiones para dirigir la palabra a uno u a otro Instituto.

    He tenido una oportunidad especial, en la que he hablado de vosotros y para vosotros. El año pasado, al finalizar la reunión plenaria en la que la Congregación para los Religiosos e Institutos Seculares trató sobre la identidad y la misión de vuestros Institutos, recomendé; entre otras cosas, a los Pastores de la Iglesia «facilitar entre los fieles una comprensión no aproximativa o acomodaticia, sino exacta y que respete las características propias de los Institutos Seculares» (AAS, 75, n. 9 pág. 687, L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 12 junio 1983, pág. 11). También toqué un punto que entra en el tema de la formación, que afrontáis estos días: por una parte, exhortando a los Institutos Seculares a hacer más intensa su comunión eclesial; y por otra recordando a los Obispos que ellos tienen la responsabilidad de «ofrecer a los Institutos Seculares toda riqueza doctrinal que necesitan» (ib., pág. 668; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, l.c.).

    Hoy me resulta muy grato directamente a vosotros, responsables de los Institutos y encargados de la formación, para confirmar la importancia y la grandeza de la misión formativa. Se trata de un compromiso primario, entendido tanto en orden a la propia formación, como en orden a la responsabilidad, de contribuir a la formación de todos los que pertenecen al Instituto, con especial cuidado en los primeros años, pero con prudente atención también después, siempre.

    Ante todo y sobre todo, os exhorto a dirigir una mirada al Maestro Divino, a fin de obtener luz para esta tarea.

    Puede leerse también el Evangelio como relación de la obra de Jesús con sus discípulos. Jesús proclama desde el comienzo el "alegre anuncio" del amor paternal de Dios, pero luego enseña gradualmente la profunda riqueza de este anuncio, se revela gradualmente a sí mismo y al Padre, con paciencia infinita, comenzando de nuevo, si es necesario: «¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me habéis conocido?» (Jn 14, 9). Podemos leer el Evangelio también para descubrir la pedagogía de Jesús, al dar a los discípulos la formación de base, la formación inicial. La "formación permanente" -como se dice- vendrá después, y la realizará el Espíritu Santo, que llevará a los Apóstoles a la comprensión de todo lo que Jesús les había enseñado, les ayudará a llegar a la verdad completa, a profundizar en la vida, en un camino hacia la libertad de los hijos de Dios (cf. Jn 14, 26; Rom 8, 14 ss.).

    De esta mirada a Jesús y a su escuela viene la confirmación de una experiencia que tenemos todos: ninguno de nosotros ha alcanzado la perfección a la que está llamado; cada uno de nosotros está siempre en formación, está siempre en camino.

    Escribe San Pablo que Cristo debe ser formado en nosotros (cf. Gal 4, 19), así como también podemos «conocer la caridad de Cristo, que supera toda ciencia» (Ef 3, 19). Pero esta comprensión sólo será plena cuando estemos en la gloria del Padre (cf. 1 Cor 13, 12).

    Es un acto de humildad, de valentía y de confianza tener conciencia de estar siempre en camino, lo cual se ve y se aprende en muchas páginas de la Escritura. Por ejemplo: el camino de Abraham desde su tierra a la meta que desconoce y a la cual lo llama Dios (cf. Gen 12, 1 ss.); el peregrinar del pueblo de Israel desde Egipto a la tierra prometida, de la esclavitud a la libertad (cf. Ex); la subida misma de Jesús hacia el lugar y el momento en que, levantado de la tierra atraerá a todo a sí (cf. Jn 12, 32).

    Acto de humildad, decía, que hace reconocer la propia imperfección; de valentía, para afrontar la fatiga, las decepciones, las desilusiones, la monotonía de la repetición y la novedad de volver a comenzar; sobre todo, de confianza, porque Dios camina con nosotros, más aún: el camino es Cristo (cf. Jn 14, 6), y el artífice primero y principal de toda formación cristiana es, no puede ser otro más que Él. Dios es el verdadero Formador, aun sirviéndose de circunstancias humanas: «Señor, tú eres nuestro Padre; nosotros somos la arcilla, y Tú nuestro alfarero, todos somos obra de tus manos» (Is 64, 7).

    Esta convicción fundamental debe guiar el compromiso tanto para la propia formación como para la aportación que podemos estar llamados a dar en la formación de otras personas. Situarse con actitud justa en la tarea formadora, significa saber que es Dios quien forma, no nosotros. Nosotros podemos y debemos convertirnos en ocasión e instrumento suyo, respetando siempre la acción misteriosa de la gracia.

    Por consiguiente, la tarea formadora sobre quienes nos han sido confiados está orientada siempre, a ejemplo de Jesús, hacia la búsqueda de la voluntad del Padre: «No busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió» (Jn 5, 30). Efectivamente, la formación, en última instancia, consiste en crecer en la capacidad de ponerse a disposición del proyecto de Dios sobre cada uno y sobre la historia, en ofrecer conscientemente la colaboración a su plan de redención de las personas y de la creación, en llegar a descubrir y a vivir el valor de la salvación encerrado en cada instante: «Padre nuestro, hágase tu voluntad» (Mt 6, 9-10).

    Esta referencia a la divina voluntad me lleva a recordar una orientación que ya os di en nuestro encuentro de 1980: en cada momento de vuestra vida y en todas vuestras actividades cotidianas debe realizarse «una disponibilidad total a la voluntad del Padre, que os ha colocado en el mundo y para el mundo» (AAS 72, n. 7, pág 1021; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 21 septiembre 1980, pág. 2). Y esto -os decía además- significa para vosotros una especial atención a tres aspectos que convergen en la realidad de vuestra vocación específica en cuanto miembros de Institutos Seculares:

  • El primer aspecto se refiere a seguir a Cristo más de cerca por el camino de los consejos evangélicos, con una donación total de sí a la persona del Salvador para compartir su vida y su misión. Esta donación, que la Iglesia reconoce ser una especial consagración, se convierte también en contestación a las seguridades humanas cuando son fruto del orgullo; y significa más explícitamente el "mundo nuevo" querido por Dios e inaugurado por Jesús (cf. Lumen gentium, 42; Perfectae caritatis, 11).
  • El segundo aspecto es el de la competencia en vuestro campo específico, aun cuando sea modesto y común, con la «plena conciencia del propio papel en la edificación de la sociedad» (Apostolicam actuositatem, 13), necesaria para, «servir con creciente generosidad y suma eficacia» a los hermanos (Gaudium et spes, 93). De este modo será más creíble el testimonio: «en esto conoceréis todos que sois mis discípulos: si tenéis amor unos para con otros» (Jn 13, 35).
  • El tercer aspecto se refiere a una presencia transformadora en el mundo, es decir, dar «una aportación personal para que se cumplan los designios de Dios en la historia» (Gaudium et spes, 34), animando y perfeccionando el orden de las realidades temporales con el espíritu evangélico, actuando desde el interior mismo de estas realidades (cf. Lumen gentium, 31; Apostolicam actuositatem, 7, 16, 19).
    Os deseo, como fruto de este Congreso, que continuéis en la profundización, sobre todo llevando a la práctica los medios útiles para poner el acento formativo en los tres aspectos aludidos y en todo otro aspecto esencial, como, por ejemplo, la educación en la fe, en la comunión eclesial, en la acción evangelizadora: y unificando todo en una síntesis vital, precisamente para crecer en la fidelidad a vuestra vocación y a vuestra misión, que la Iglesia estima y os confía, pues reconoce que responden a las expectativas suyas y de la humanidad.

    Antes de concluir, quisiera subrayar todavía un punto fundamental: esto es, que la realidad última, la plenitud, está en la caridad. «El que vive en el amor, permanece en Dios, y Dios en Él» (1 Jn 4, 16). También la finalidad última de toda vocación cristiana es la caridad; en los Institutos de vida consagrada, la profesión de los consejos evangélicos viene a ser su camino maestro, que lleva a Dios amado sobre todas las cosas y a los hermanos, llamados todos a la filiación divina.

    Ahora bien, dentro de la misión formadora, la caridad encuentra expresión y apoyo y madurez en la comunión fraterna, para convertirse en testimonio y acción.

    A vuestros Institutos, a causa de las exigencias de inserción en el mundo, postuladas por vuestra vocación, la Iglesia no les exige la vida común que, en cambio, es propia de Institutos Religiosos. Sin embargo, pide, una «comunión fraterna, enraizada y fundamentada en la caridad», que haga de todos los miembros como «una familia peculiar» (canon 602); pide que los miembros de un mismo Instituto Secular «vivan en comunión entre sí tutelando con solicitud la unidad de espíritu y la fraternidad genuína» (canon 716, 2).

    Si las personas respiran esta atmósfera espiritual, que presupone la más amplia comunión eclesial, la tarea formativa en su integridad no fallará en su finalidad.

    Para concluir, nuestra mirada retorna a Jesús.

    Toda formación cristiana se abre a la plenitud de la vida de los hijos de Dios, de manera que el sujeto de nuestra actividad, es en el fondo, Jesús mismo: «ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí» (Gal 2, 20). Pero esto sólo es verdad si cada uno de nosotros puede decir: «estoy crucificado con Cristo», ese Cristo «que se entregó por mí» (ib.).

    Es la ley sublime del seguimiento de Cristo: abrazar la cruz. El camino formativo no puede prescindir de ella.

    Que la Virgen Madre os sirva de ejemplo también a este propósito. Ella que -como recuerda el Concilio Vaticano II- «mientras vivió en este mundo una vida igual a los demás, llena de preocupaciones familiares y de trabajo» (Apostolicam actuositatem, 4), «avanzó en la peregrinación de la fe, y mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la cruz» (Lumen gentium, 58).

    Y que se prenda en la protección divina la bendición apostólica, que de todo corazón os imparto a vosotros y a todos los miembros de vuestros Institutos.
 

Principal > Magisterio > Juan Pablo II - 1984