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DISCURSO DE APERTURA EN EL
ENCUENTRO INTERNACIONAL
DE INSTITUTOS SECULARES

CARDENAL ILDEBRANDO ANTONIUTTI,
20 DE SEPTIEMBRE DE 1970

    Del 20 al 26 de septiembre de 1970 se reúne en Roma el Primer Congreso Internacional de Institutos Seculares, convocado por la Congregación para Religiosos e Institutos Seculares. Participan representantes de noventa y dos Institutos extendidos en dieciséis países, de dos continentes diferentes. El tema desarrollado en diversas conferencias y analizado en quince grupos de estudio.

    Por primera vez, a nivel internacional, los mismos Institutos tienen la ocasión de comunicarse sus diferentes experiencias y de confrontarse en común con la doctrina pontificia y conciliar, así como con las modalidades propias de cada fundación. Un encuentro ciertamente enriquecedor y alentador, a la vez que dificultoso. El secretario del Congreso hace constar que «en el clima de cordial fraternidad no faltaron vivas discusiones y desacuerdos, los cuales encontraron más tarde una feliz armonía al reconocer un sano y prudente pluralismo» (Acta Congressus, p. 697). Las deliberaciones del Congreso demuestran, en efecto, que no se posee todavía una noción común y clara sobre secularidad. Se reconoce que existe un pluralismo legítimo, dados «los amplios marcos creados por el Magisterio», y que en ese pluralismo es posible el desarrollo fecundo de cada Instituto, una mejor manifestación de la riqueza de vida de la Iglesia. Debe, sin embargo, ahondarse la búsqueda de una noción de secularidad que, siendo amplia, sea al mismo tiempo auténtica; y que respetando diversidades accidentales llegue a la unidad en lo esencial. Se trata de un desarrollo vital y, por lo mismo, lento. Un paso adelante en esa búsqueda en común es la constitución de una comisión internacional provisoria, a fin de fomentar el conocimiento, la colaboración, el intercambio y la organización de los Institutos Seculares a nivel internacional.

    El discurso de apertura del entonces presidente de la Sagrada Congregación, Cardenal Ildebrando Antoniutti, gana interés y vigencia cuando se considera ese estadio en la evolución de los Institutos Seculares.

    «La aparición de los mismos -dice el Cardenal Antoniutti- es un fenómeno que denota la fuerza y vitalidad de la Iglesia», es signo de una primavera. Porque si bien siempre hubo cristianos consagrados a Dios en medio del mundo, hoy son reconocidos canónicamente y son reclamados por las exigencias propias de nuestro tiempo. Lo más específico de este carisma radica en la secularidad, que «se identifica con el contenido positivo y sustancial de quien vive "hombre entre los hombres", "cristiano entre los cristianos del mundo", que tiene la "conciencia de ser uno entre los otros" y a la vez "tiene la certeza de ser una llamada y una consagración total y estable a Dios y a las almas" confirmadas por la Iglesia».

    «Mientras que el clérigo o el laico que se hace religioso cambia su naturaleza jurídica, sus relaciones públicas y sociales en la Iglesia (...), quienes se incorporan a un Instituto Secular permanecen como antes en cuanto a su estado canónico, y desarrollan su vida espiritual y apostólica con una cierta agilidad de formas y esquemas». La misión que poseen es caracterizada así: «Deben santificar lo profano y lo temporal, santificarse y llevar a Cristo al mundo».

    Alude largamente a los Institutos Seculares sacerdotales, mostrando su consonancia con la doctrina conciliar sobre la conveniencia de Asociaciones que, debidamente reconocidas, promuevan la ayuda fraterna y la santidad de los sacerdotes en el ejercicio de su ministerio (PO 8). Al comprometerse a vivir los consejos evangélicos, al experimentar la ayuda de sus cohermanos, al establecerse medios de formación y prácticas especiales de piedad, el sacerdote fortalece su vida de entrega al Señor, su dependencia al Obispo y su fecundidad apostólica. La experiencia así lo demuestra, afirma el Cardenal Antoniutti.

Contenido del documento

    Deseo ante todo agradecer profundamente a los beneméritos organizadores de este Congreso, los cuales, acogiendo las indicaciones del Sagrado Dicasterio que tiene la alta dirección de los Institutos Seculares, lo han preparado con tenaz paciencia y lo ven hoy realizado con legítima satisfacción. Al Ilmo. Prof. Giuseppe Lazzati que ocupa la presidencia, que nos ha acogido tan amablemente y con confiada esperanza, nuestra sincera gratitud. Asimismo, nuestro vivo reconocimiento al querido doctor Oberti, el cual, en calidad de secretario del Comité Organizador, ha dedicado tiempo, energías y habilidad para la celebración de esta reunión que corona hoy su larga y generosa fatiga.

    Queridos congresistas, me siento dichoso y honrado de acogeros en Roma junto a las distintas personalidades que os acompañan, y de dirigiros un saludo particularmente cordial. Este saludo se dirige no sólo a vosotros, aquí presentes, sino a todos los miembros de los Institutos Seculares, a los asociados a vuestras obras y a todos los amigos que os apoyan y os admiran. Vosotros, en efecto, representáis un gran número de hombres y de mujeres de diversas naciones, que, hermanados por el ideal de santificar el mundo, en el ejercicio ejemplar de su apostolado, son hoy un factor importante en la misión de hacer más cristiana, más humana y más justa la sociedad.

    Saludo, también, a los sacerdotes miembros de los Institutos Seculares que llevan en sus respectivas diócesis una preciosa contribución al trabajo pastoral que se completa por la elevación del pueblo de Dios, gracias a su consagración personal y a su generosa entrega, en pleno acuerdo con los propios Obispos, de los que son fieles y devotos colaboradores.

    Antes de tratar el argumento de los Institutos Seculares, creo oportuno exponer algunas consideraciones de carácter general.

    Los Institutos Seculares son reconocidos en la Iglesia actual como una hermosa primavera rica de promesas y de esperanzas.

    Sin querer aludir a una serie de edificantes Asociaciones que siempre han caracterizado el desarrollo y la expansión de la Iglesia, recordamos esta última floración de los Institutos Seculares como son concebidos, formados y estructurados, por la legislación contemporánea de la Constitución Apostólica "Provida Mater Ecclesia", por el Motu proprio "Primo Feliciter" y por la Instrucción "Cum Sanctissimus". Debemos reconocer inmediatamente que se trata de tres documentos que se integran recíprocamente y ofrecen una orientación segura para la santificación de los individuos y para el ejercicio del apostolado.

    En cuanto a los documentos del Concilio Vaticano II, se ha dicho que son más bien parcos en relación a los Institutos Seculares. Debemos, sin embargo, reconocer que, cuanto se ha afirmado sobre ellos en los textos conciliares, sintetiza o compendia las precedentes disposiciones pontificias y constituye un claro, positivo y solemne reconocimiento, no sólo de su existencia y personalidad jurídica, sino también de los fines apostólicos que les animan y orientan.

    Un pionero de los Institutos Seculares, el llorado padre Agostino Gemelli, después de haber expuesto en una estupenda síntesis la obra de los estados de perfección a través de los siglos, subraya que los tiempos actuales tienen una exigencia propia, intelectual y moral, y que es preciso llevar la buena nueva a todas las clases sociales.

    La "Provida Mater Ecclesia" que es obra, sobre todo, del alma apostólica y de inteligente previsión del P. Larraona, hoy Cardenal, expone claramente cómo de la historia resulta que la Iglesia ha dado origen a organismos que testimonian «(...) que también en el siglo, con el favor de la llamada de Dios y de la gracia divina, se puede obtener una consagración bastante estrecha y eficaz, no sólo interna, sino también externa (...) teniendo así un instrumento muy oportuno de penetración y apostolado» ("Provida Mater Ecclesia").

    Se puede, por tanto, afirmar que la historia de los Institutos Seculares es tan antigua como la Iglesia. Si hoy son canónicamente reconocidos y tienen una forma jurídica, esto no ha hecho más que consagrar su existencia.

    Alguno, en efecto, se complace en encontrar en los Institutos Seculares los auténticos herederos de las fervientes comunidades de fieles que surgieron desde el período apostólico y florecieron en todos los tiempos y en formas diversas, bajo el impulso de la misma gracia invisible y operante, formando una inagotable fraternidad en la Familia cristiana.

    No se puede tampoco olvidar que la historia de la Iglesia nos habla de cristianos que viviendo en el mundo, ya desde los primeros siglos, se consagraban a Dios, reconociendo en la consagración el medio para vivir más intensamente el bautismo. La vida de muchos santos es la prueba evidente de este neto reconocimiento de que también en el mundo se puede y se debe dar testimonio del Evangelio. Las Órdenes Terciarias de la Edad Media, prueban la santidad vivida y practicada fuera de la vida religiosa. Desdichadamente, con el tiempo se ha introducido alguna confusión en este campo. Y por esto santa Ángela Merici quiso proveer a la necesidad de asegurar en el mundo la presencia activa de almas consagradas dedicadas al apostolado.

    Todos conocemos la clásica definición que de los Institutos Seculares ha dado la "Provida Mater Ecclesia": «Las Asociaciones de clérigos y de laicos, cuyos miembros, para adquirir la perfección cristiana y ejercer plenamente el apostolado, profesan en el mundo los consejos evangélicos, son designadas bajo el nombre de Institutos Seculares ...». La Iglesia, por tanto, reconoce como miembros de los Institutos Seculares aquellos que viven su consagración en el mundo, para irradiar a Cristo y sus enseñanzas en la sociedad.

    El Espíritu Santo, como ha proclamado Pío XII en el Motu proprio "Primo Feliciter", por grande y particular gracia, ha llamado a Sí a muchos dilectísimos hijos e hijas a fin de que, reunidos y ordenados en los Institutos Seculares, fueran sal, luz y eficaz fermento en el mundo en el cual, por divina disposición, deben permanecer. Las palabras de Pío XII encuentran confirmación también en los documentos conciliares, los cuales han reafirmado la naturaleza, han precisado las exigencias y han ratificado el carácter propio y específico de los Institutos Seculares; es decir, la secularidad. Ésta, en efecto, es la nota distintiva y la razón de ser de los Institutos Seculares.

    Mientras los clérigos y los laicos que se hacer religiosos cambian su naturaleza jurídica, sus relaciones públicas y sociales en la Iglesia, y se someten a las leyes propias del estado religioso con los correspondientes derechos y deberes, los clérigos y los laicos que se incorporan a un Instituto Secular, permanecen como antes; el laico permanece laico en el mundo, y el clérigo, que antes estaba sometido a su Ordinario diocesano, permanece doblemente sujeto a él, ligado por un nuevo vínculo de sujeción, y en ningún caso podrán ser llamados o considerados religiosos.

    La vida espiritual de los miembros de un Instituto Secular se desarrolla en el mundo y con el mundo y, por tanto, con una cierta agilidad o independencia de formas y esquemas propios de los religiosos. Su vida exterior no se diferencia de la de los demás seglares célibes, porque sus obligaciones y sus obras están en el mundo donde ellos pueden ocupar empleos y cargos que los religiosos no pueden ejercer. Por propia voluntad y según los Estatutos pueden vivir en familia (y la mayor parte, efectivamente, viven en familia) o también en común ("Provida Mater Ecclesia", art. III, 4) y ejercer cualquier actividad profesional lícita. Deben santificar lo profano y lo temporal, santificarse y llevar a Cristo al mundo. Son colaboradores de Dios en el mundo de la ciencia, del arte, del pensamiento, del progreso, de las estructuras sociales y técnicas, económicas y culturales, en los empeños civiles de todo orden: en la casa, en la escuela, en las fábricas, en los campos, en los hospitales, en los cuarteles, en los cargos públicos, en las obras asistenciales, en todo el inmenso y comprometedor panorama del mundo. Están, finalmente, llamados a ver y a reconocer en sí mismos y en todo cuanto les circunda, un algo de misterioso y de divino que les eleve a Dios a través de los elementos de la naturaleza, como dice la "Gaudium et Spes" (nº 38). Son muchos los aspectos del mundo que reciben luz de este principio.

    Los miembros de los Institutos Seculares sienten que Cristo virgen, pobre y obediente, ha anunciado su mensaje de castidad, de pobreza y de obediencia a hombres como ellos que viven en el mundo. Este mensaje, todavía lleno de actualidad, se repite a los hombres del mundo presente con la simplicidad y con el candor de la Palabra divina como brotó del corazón del Redentor. Y si viene recogido solamente por una pequeña parte, ésta constituye la levadura providencial que conserva y multiplica el don de Dios.

    La aparición de los Institutos Seculares es, en efecto, un fenómeno que denota la fuerza y la vitalidad de la Iglesia, la cual se renueva en su perpetua juventud y se robustece con nuevas energías. La Iglesia ha acogido favorablemente esta nueva manifestación de almas deseosas de santificarse en el mundo profesando en un modo estable los consejos evangélicos y la ha confirmado, con fuerza de ley, dando valor jurídico al ansia de asegurarse la perfección cristiana y de ejercer el apostolado. Así, a los dos estados de perfección ya reconocidos -Religiones y Sociedades de vida común- se une la tercera forma de los Institutos Seculares.

    El propósito de que el nuevo estado de perfección fuese bien definido y precisado, se manifiesta en toda la legislación de la Santa Sede.

    En la Lex peculiaris ("Provida Mater Ecclesia") viene claramente determinada la diferencia con los Religiosos y las Sociedades de vida común, mientras se exponen una serie de elementos, como la consagración, el carácter del vínculo, etc., que especifican e ilustran el tipo de nueva sociedad creada por la "Provida Mater Ecclesia". Estas normas, fundamentales para constituir y ordenar sólidamente los Institutos Seculares ya desde sus comienzos, son claramente compiladas en la Instrucción "Cum Sanctissimus".

    La intervención normativa y ejecutiva con que el Magisterio de la Iglesia aprueba una determinada sociedad como Instituto de perfección, comporta también un juicio sobre la concordancia de la misma sociedad con el derecho que debe regular la vida y las funciones. La Iglesia, en efecto, al organizar una nueva forma de estado de perfección, quiere que todas las Asociaciones en posesión de los caracteres esenciales del nuevo estado sean estructuradas en conformidad con las normas dadas. Y cuando tales Asociaciones resulten dotadas de los requisitos pedidos, solamente entonces son reconocidas como Institutos Seculares.

    La competente Sagrada Congregación ha querido siempre evitar una posible adulteración de estos Institutos insistiendo sobre la esencial importancia del carácter específico de los mismos: estado de plena consagración a Dios "en el siglo" mientras exige que todos los elementos requeridos en los Institutos Seculares sean observados escrupulosamente, comenzando precisamente por la secularidad que especifica este estado de perfección. Secularidad, quiero insistir, que se identifica con el contenido positivo y sustancial de quien vive "hombre entre los hombres", "cristiano entre los cristianos del mundo" que tiene "la conciencia de ser uno entre los otros" y a la vez "tiene la certeza de una llamada y una consagración total y estable a Dios y a las almas" confirmada por la Iglesia.

    Mientras el Instituto Secular consagra sus miembros como seguidores de Cristo, les pone también en la condición de que sus actividades personales ejercidas en el mundo estén orientadas hacia Dios y sean ellas mismas en cierto modo consagradas participando de la completa oblación a Dios. De este modo se cumple para los miembros de los Institutos Seculares aquella característica forma de apostolado "ex saeculo", del cual habla el "Primo Feliciter".

    El Decreto "Perfectae Caritatis" resume admirablemente esta doctrina cuando afirma que «(...) la profesión de los Institutos Seculares lleva consigo una verdadera y completa profesión de los consejos evangélicos en el mundo», añadiendo seguidamente: «Los Institutos mismos conserven su índole propia y peculiar, es decir, secular». Esta consagración enriquece la vida de los fieles, la personalidad eclesial y la consistencia misma de los Institutos con la sustancia teológica propia de los consejos evangélicos.

    Reconociendo en los Institutos Seculares los elementos esenciales de los Institutos de vida consagrada, el Concilio Vaticano II recuerda, en consonancia con el "Primo Feliciter", las específicas características de estos Institutos, que se distinguen por tres elementos constitutivos:

a) La profesión de los consejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia.

b) La conversión de los mencionados consejos en obligaciones, mediante un vínculo estable (voto-promesa-juramento) reconocido y regulado por el derecho de la Iglesia.

c) La secularidad, que se manifiesta en toda la vida del asociado y caracteriza sus actividades apostólicas.

    Estos tres elementos son complementarios e igualmente necesarios e imprescindibles. Si faltaran uno u otro en cualquier Instituto, éste no podría ser secular. En efecto, el carisma fundacional sería diverso y por esto debería encontrar en la ordenación canónica una configuración adecuada. Los tres citados elementos pueden, por tanto, resumirse en la fórmula: «firme empeño (o vínculo) de la profesión de los consejos evangélicos, en el ámbito de la secularidad, reconocido por la Iglesia».

    Los tres elementos esenciales, de naturaleza teológico-jurídica, mientras delimitan y precisan la fisonomía propia de estos Institutos, sirven también para distinguirles, bien sea de los Institutos Religiosos, o de las numerosas y diversas formas asociativas que existen en la Iglesia, en la cual es bien notorio y providencial el creciente y progresivo desarrollo de las mismas.

    Ha sido consecuente, por tanto, la Constitución Apostólica "Regimini Ecclesiae Universae" (15-8-1967) que dio al Sagrado Dicasterio propuesto a los Institutos de perfección la denominación de "Sagrada Congregación para los Religiosos y los Institutos Seculares", para marcar de modo inequívoco la intrínseca diferencia existente entre las Religiones (y símiles Sociedades) y las nuevas formas de vida consagrada en el siglo.

    Los Institutos Seculares están todavía en sus comienzos y no parecerían obligados a aquel "aggiornamento" o renovación decretada por el Concilio, a la cual han sido llamadas todas las comunidades para volver a los orígenes y hacer revivir el espíritu de sus fundadores.

    Por cuanto concierne a los Institutos Seculares, debemos reafirmar que solamente aquellos que responden a los requisitos fijados en los documentos pontificios, pueden ser reconocidos como tales. Si, por lo tanto, alguno de los Institutos Seculares, bajo el influjo, quizás, del ambiente a veces impregnado de la tradicional estructura de la vida religiosa, se hubiera alejado de las claras indicaciones de la "Provida Mater Ecclesia", del "Primo Feliciter" o de la "Cum Sanctissimus", debería examinar su posición y volver a los orígenes de la legislación de los tres documentos pontificios. Naturalmente, la eventual revisión deberá ser hecha de acuerdo con la autoridad competente que por sí sola puede ser juez en materia tan importante.

    De cualquier modo, es evidente que los Institutos Seculares, no pudiendo ser religiosos (cf. Decreto "Perfectae Caritatis" nº 11), su legislación debe ser formulada en tal forma que excluya cualquier confusión con aquella de los religiosos y debe ser precisada en una terminología que no dé lugar a erróneas interpretaciones.

    La diferencia entre los Institutos Religiosos y los Institutos Seculares es tan clara y precisa y, como se ha dicho más arriba, intrínseca, que difícilmente se puede comprender cómo la renovación de los Institutos Religiosos pueda consistir en el paso, llamémoslo así, de un Instituto Religioso a un Instituto Secular. En realidad, los Institutos Religiosos, según el Decreto "Perfectae Caritatis", se renuevan en el retorno al espíritu de los fundadores, en el equilibrio meditado de una vida que debe ser modificada, es decir, mejorada, pero no cambiada. Cuando un Instituto Religioso demuestra no saber vivir según el carisma de su fundación, difícilmente puede creerse capaz de asimilar el espíritu de un Instituto Secular, porque no se trata de simples estructuras canónicas, sino más bien de una vocación que ha sido dada por Dios y confirmada por la Iglesia.

    Una falsa renovación de los Institutos Religiosos que llevase a alguno a querer asumir la modalidad de la vida consagrada "in saeculo" oscurecería la figura eclesial propia de los Institutos Seculares, pero sería, sobre todo, muy dañoso para los mismos Institutos Religiosos. En efecto, tal modo de proceder originaría aquella uniformidad y empobrecimiento de la vida religiosa de que hablaba el Santo Padre Pablo VI en su discurso a las Superioras Generales, en noviembre de 1969, y, en un último análisis, provocaría la secularización global del estado religioso, quitándole aquello que lo caracteriza y lo especifica en el seno de los Institutos de perfección de la Iglesia.

    Un Instituto Religioso que se seculariza pierde el propio se, la propia fisonomía, para dar vida a un organismo de dudosa consistencia. Y me sea permitido añadir que en algún Instituto existe un estado de dificultad y de incomodidad que debe ser superado con una mejor comprensión de los aspectos esenciales de la vida religiosa.

    A su vez, los Institutos Seculares sepan que su futuro está asegurado por su misma fidelidad a la vocación que les constituye fermento de actividad apostólica en el mundo con un carisma propio y específico o diverso.

    Llegados a este punto, conviene añadir que los Institutos Seculares no han sido siempre debidamente comprendidos y valorados. Toda novedad en la Iglesia, si por un lado crea esperanza y entusiasmo, por el otro suscita alguna reserva y desconfianza. Esto ha sucedido con los mismos Institutos Religiosos, muchos de los cuales han pasado a través del crisol de la crítica y de la oposición para ser después reconocidos y admitidos como artífices de auténtica espiritualidad y de vigoroso apostolado.

    No hay, por tanto, que sorprenderse si los Institutos Seculares, que llevan un soplo de vida nueva en la Iglesia, encuentran a veces incomprensión, dificultades y quizá también oposición. Son incomprendidos los Institutos Seculares por aquellos que querrían encuadrarlos en la antigua disciplina y revestirlos de las formas consagradas por la vida religiosa. Ni comprenden tampoco los Institutos Seculares aquellos que vacilan ante movimientos que abren el camino a una más larga comprensión de las exigencias de los tiempos y a una práctica más ágil del Evangelio.

    Hombres y mujeres que quieran consagrarse a Cristo sin salir del mundo, pueden hoy escoger los Institutos Seculares como medio seguro de santificación y como instrumento eficaz de apostolado fecundo y activo. Ellos no sólo tienen derecho, sino que sienten la necesidad de ser comprendidos y de ser apoyados.

    Ahora bien, alguno podría tal vez pensar que habiéndome extendido demasiado sobre el carácter peculiar de la secularidad de los Institutos Seculares, hubiera dejado en segundo término la consagración, es decir, la profesión de los consejos evangélicos. Si después de haber recalcado, repetidas veces, la fuerza intrínseca de la consagración, he insistido sobre la secularidad, lo he hecho porque, especialmente en ciertos sectores, debe ser precisado el valor de esta característica de los Institutos Seculares para evitar la confusión y las polémicas estériles que podrían derivarse.

    Para algunos -no pertenecientes ciertamente a Institutos Seculares- la secularidad sería en realidad una apariencia, un aspecto puramente fenoménico que escondería una bien diversa realidad: lo cual no es verdadero en absoluto. La secularidad se debe entender en su aspecto o contenido lógico, que es el más simple, el más normal, el más completo y el más comúnmente entendido. Como el Bautismo, la Confirmación y el Orden dejan intacta la específica secularidad de los fieles, así la consagración de los Institutos Seculares deja intacta la secularidad de sus miembros.

    Pero es también verdad, y por esto es importante saberlo, que la necesaria distinción entre los Institutos Seculares y los Institutos Religiosos, motivada por la secularidad de los primeros, no debe en ningún modo devaluar la consagración, patrimonio de los unos y de los otros, porque ésta es el alma de la nueva realidad asociativa de los Institutos Seculares promovida por la Iglesia.

    Y con la consagración no debe olvidarse el aspecto formativo de los miembros de los diversos Institutos Seculares, ni tampoco los distintos matices o los diferentes tipos de Institutos Seculares, los cuales me permito aludir solamente, pero estoy seguro de que como no se dejarán de tratar en este Congreso, se presentarán ciertamente ocasiones de hablar de ellos con la debida amplitud y la necesaria profundidad.

    Antes de terminar no puedo, sin embargo, dejar de manifestar algunas consideraciones sobre los Institutos Seculares sacerdotales y, más propiamente, sobre los sacerdotes que para mejor responder a la vocación de consagración a Dios y de servicio a las almas, entran en los Institutos Seculares para enriquecerse de una espiritualidad que les une cada vez más a Cristo y les vincula más íntimamente a su Obispo para ser sus fieles y eficaces cooperadores.

    En el "Presbyterorum Ordinis" nº 8 el Concilio afirma que van «diligentemente promovidas las Asociaciones que, con Estatutos reconocidos por la competente autoridad eclesiástica, fomentan, gracias a un modo de vida convenientemente ordenado y aprobado, y a la ayuda fraterna, la santidad de los sacerdotes en el ejercicio de su ministerio y pretenden de tal manera servir a todo el Orden de los presbíteros».

    Se observa que el Concilio ha fundado este principio en favor de las Asociaciones de sacerdotes, también sobre el derecho natural de asociación, que compete, "servatis servandis", a todos los fieles y a todos los hombres. Cuando en el Concilio se discutió del derecho de asociación de los sacerdotes, la competente Comisión Conciliar dio la siguiente respuesta, aprobada por la Congregación General el 2 de diciembre de 1965: «No se puede negar a los presbíteros aquello que el Concilio, teniendo en cuenta la dignidad de la naturaleza humana, declaró propio de los laicos, ya que responde al derecho natural».

    También los sacerdotes, por tanto, gozan del derecho de formar Asociaciones que respondan a las necesidades del clero, para vivir más intensamente su vida espiritual, para trabajar más eficazmente en el campo apostólico, para conservar una íntima comunión con sus hermanos, para servir a su Obispo con una entrega cada vez más fiel y generosa.

    Uno de los puntos sobre el que gira la vida de los sacerdotes inscritos en Institutos Seculares es el derecho a servirse de los medios espirituales más favorables para vivir los compromisos de sacerdotes diocesanos, y así satisfacer en la mejor manera las exigencias de la diocesanidad. La Jerarquía debe vigilar, asistir y orientar al sacerdote, pero no puede negarle ni hacerle difícil el desarrollo de su elevación espiritual cuando ésta naturalmente se realiza en el ámbito de doctrinas aprobadas por la Iglesia.

    No se pueden confundir los sacerdotes diocesanos inscritos en los Institutos Seculares con aquellos que forman parte de otras Asociaciones, porque los primeros están empeñados en vivir en forma estable los consejos evangélicos en una sociedad reconocida por la Iglesia para este fin, mientras que esto no se verifica para los segundos. Por lo cual, los Institutos Seculares han sido puestos bajo la vigilancia de la Sagrada Congregación de Religiosos, que tutela la santidad de los vínculos de perfección y favorece su incremento.

    Los sacerdotes diocesanos de los Institutos Seculares, que están difundidos en casi todos los países del mundo, deben distinguirse por la integridad y la pobreza de la vida, por la obediencia a su Obispo y la entrega al trabajo, llevando a la Iglesia la contribución de un auténtico apostolado evangélico para la difusión del Reino de Dios. La presencia de estos sacerdotes por su fidelidad a la Iglesia es un baluarte en medio del clero diocesano contra los crecientes peligros que impiden su ministerio.

    Conviene, además, notar que las Constituciones de los Institutos Seculares sacerdotales son explícitas y elocuentes a este respecto. Los sacerdotes que forman parte, no sólo quedan vinculados a su Obispo en virtud de la promesa hecha en la ordenación, sino que le están sometidos además, exactamente porque son miembros de los Institutos. Los Estatutos, de hecho, ponen la explícita cláusula que, por cuanto respecta a la actividad pastoral, dichos sacerdotes diocesanos dependen exclusiva y totalmente del Obispo, el cual puede enviarles donde mejor crea y confiarles cualquier trabajo, obligándose ellos a estar dispuestos para los cargos más ingratos y para el apostolado más difícil.

    Una de las exigencias más fuertes pedida en los Institutos Seculares sacerdotales es el espíritu de pobreza y de desprendimiento de los bienes de la tierra. Cuando tanto se habla de la Iglesia de los pobres, debemos reconocer que ningún apostolado es verdaderamente eficaz sobre las almas si el sacerdote no es pobre, generoso y amigo de los más desheredados. Ahora bien, los Institutos Seculares de sacerdotes les facilitan la práctica de la pobreza, para cuya observancia se obligan con voto, con juramento o con una promesa especial. Las Constituciones de los Institutos Seculares sacerdotales, inspiradas en las normas de la "Provida Mater Ecclesia", establecen aquello que convierte a un sacerdote pobre en el sentido más hermoso, más práctico, y expresivo.

    Está probado que los Institutos Seculares aseguran a los sacerdotes una vida espiritual intensa en medio de los peligros que asaltan en modo particular al sacerdocio. El Obispo francés de Nantes así escribía a la Sagrada Congregación de Religiosos: «Si queremos mantener en nuestro clero una profunda vida interior, el medio más seguro es el de hacerlo pertenecer a una sociedad que dirija a sus miembros a la perfección con la práctica de los votos».

    Los Institutos Seculares, en fin, proveen a la formación de sus sacerdotes con especiales prácticas de piedad, con reuniones, con círculos de estudio donde se enseña una ascética segura, se explican las encíclicas papales, se ilustran los decretos conciliares, se preparan las instrucciones para los fieles, etc.

    De cuanto se ha dicho se puede deducir que es providencial para un Obispo tener sacerdotes sobre cuya piedad y ciencia teológica, fidelidad y valiosa cooperación, puede contar siempre sin reservas. Sería de desear, entonces, que los sacerdotes diocesanos fueran también miembros de cualquier Instituto Secular de perfección, o al menos de cualquier Asociación, para que puedan vivir intensamente el sacerdocio de Cristo e imitar sus virtudes.

    Me agrada recordar a este propósito las palabras que Su Santidad Pablo VI dirigía, todavía en 1965, a los sacerdotes de la F.A.C.I. (AAS 1965, p. 648): «Es cosa reconocida, desgraciadamente, que uno de los peligros más graves a que está expuesto el clero en general, y especialmente el que tiene cura de almas, puede ser el aislamiento, la soledad, la pérdida de contacto con sus hermanos y tal vez con la misma población. Frente a esta dolorosa eventualidad, la F.A.C.I. alimenta en el clero el programa, la necesidad, diremos la conciencia de la unión, no ciertamente de carácter sindical y organizativo, sino fraterna y operante de todos los sacerdotes entre sí...».

    Estas palabras reflejan el espíritu fraterno de los sacerdotes inscritos en los Institutos Seculares, que no quieren sino la más estrecha colaboración con el Obispo que veneran y aman, la recíproca comprensión entre los miembros del presbiterio diocesano y el bien del pueblo a ellos confiado.

    Abriendo el Congreso he deseado exponer algunos postulados que considero fundamentales a los fines de vuestro encuentro y a los cuales se enlaza, en definitiva, todo cuanto os expondrán los eximios oradores que hablarán sobre los diversos temas propuestos.

    En el desarrollo del programa de esta semana y en las discusiones que seguirán, los representantes de los Institutos aquí presentes aportarán la propia experiencia y podrán manifestar su propio pensamiento, exponiendo su propia opinión con perfecta libertad. Es necesario que cada uno diga aquello que siente ser, aquello que estima útil hacer, aquello que desea se haga en el cuadro de la doctrina y de los citados documentos emanados del Sumo Pontífice y, últimamente, del Concilio.

    Siento, en fin, el grato deber de dirigir una palabra de alabanza a los Institutos Seculares que en esta hora atormentada y confusa se han entregado al apostolado con un admirable espíritu de disciplina ajenos a ciertas extravagantes contestaciones que han llegado a veces hasta los umbrales del Santuario. Y esto, me parece, es un hecho positivo que reviste un alto y elocuente significado.

    Los Institutos Seculares, no obstante estén sujetos a las necesarias evoluciones y a las oportunas adaptaciones sugeridas por las circunstancias, tienen una forma propia, sólida y consistente, que no ha provocado manifestaciones externas disidentes o contrastantes con aquello que constituye su patrimonio. Se trata de un patrimonio que tiene por base el Evangelio y se desenvuelve sobre un binario rectilíneo: la vida de perfección y el ejercicio del apostolado en el mundo, en aquella sana libertad espiritual que es propia de los hijos de Dios.

    Con esta razonada constatación os ofrezco mi augurio y el de mis colaboradores en la Sagrada Congregación para que con la ayuda de Dios, "a Quo bona cuncta procedunt", podáis realizar una labor provechosa, podáis compenetraros cada vez más profundamente y colaborar fraternalmente por vuestra personal santificación y por el bien de la sociedad en la cual estáis destinados a vivir y en la que la Iglesia os ha llamado a difundir la luz y el calor del Evangelio de Cristo.
 

Roma, 20 de septiembre de 1970.
 

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